Lunes 14 de Septiembre de 2009.
CONCEPTOS.
Por Gonzalo Rovira/LA MIRADA LARGA
Los hallazgos obtenidos en las ciencias cognitivas han servido para teorías de conceptos que, a diferencia de las propuestas por filósofos, ahora están basadas en evidencia experimental confiable.
Desde que abrimos los ojos en la mañana utilizamos conceptos. Como el trivial concepto cuchara cuando desayunamos, o los más complejos cuando, al escuchar las noticias, decimos que Frei, Zaldívar y Marco Enríquez son lo mismo. En este último caso estamos afirmando esto en un sentido laxo, pues entendemos por Frei o Zaldívar algo distinto a Marco Enríquez. Sin embargo, en cierto contexto político no requeriremos dar explicación alguna y en otros, a su vez, podemos hacer la afirmación contraria y nuevamente no dar explicaciones. Distinta puede ser nuestra reacción frente al concepto Arrate. Es evidente que estos conceptos no nos señalan una sola cosa, no los tenemos asociados a un solo significado.
El psicólogo cognitivista Gregory Murphy, acertadamente, dijo que los conceptos son el pegamento que sostiene nuestro mundo mental. Cuando entramos a una habitación, probamos un nuevo restaurante, vamos al supermercado, visitamos al médico o debemos elegir entre distintos candidatos, debemos apoyarnos en nuestros conceptos del mundo para que nos ayuden a comprender lo que está sucediendo.
Hoy existe acuerdo respecto a que la adquisición y uso del lenguaje, la categorización, los distintos tipos de inferencia y de aprendizaje son fenómenos cognitivos cuya explicación requiere apelar a los conceptos. Sin embargo, las divergencias se producen respecto de ¿qué son realmente los conceptos?
Abordar este tema me parece importante para resolver problemas actuales de las ciencias sociales, más aun cuando teóricos nuestros trabajan en ello. En el último medio siglo la carrera para lograr la mejor teoría de conceptos ha tenido diversos ritmos, pero es indiscutible que se aceleró con la aparición de Conceptos de Jerry Fodor (editorial Gedisa, 1999), y hemos sido testigos de la presentación de múltiples alternativas de solución a los problemas que dejo planteados.
A esto debemos agregar que, en las últimas décadas, los hallazgos experimentales que se han obtenido en las ciencias cognitivas han servido de base para teorías de conceptos que, a diferencia de aquellas propuestas por los filósofos, ahora están basadas en evidencia experimental confiable. Hoy es claro que la formulación de teorías de conceptos no es sólo tarea de filósofos. No obstante lo anterior, la diversidad de teorías que están en competencia, articuladas sobre bases experimentales, y que son objeto de debate entre investigadores y teóricos, indican que la confiabilidad de la evidencia no es suficiente para garantizar cuál es la teoría de conceptos que está más cercana a ser verdadera. En este contexto es que el Profesor Guido Vallejos enfrenta el problema y nos entrega un camino de solución a la pregunta de ¿Cuáles son las condiciones que debe reunir la mejor teoría conceptos? (Conceptos y Ciencia Cognitiva, Bravo y Allende, 2008).
Lo primero que determina Vallejos es el rol que le cabe a la filosofía, ya no para formular de manera a priori y abstracta teorías de conceptos, como hicieron tradicionalmente los filósofos, sino para agregar antecedentes críticos que permitan decidir: cuál de las teorías de conceptos que son objeto de debate podría ser considerada la mejor o la más adecuada, y con más posibilidades de ser verdadera. Se trata de un texto de indudable valor y audacia teórica, el que además nos permite profundizar en el camino de Fodor.
En su libro, Fodor argumentó que una teoría correcta de los conceptos tendría que ser atomista; y, por tanto tener un concepto no es saber su definición, ni conocer su prototipo, sino estar anclado a la propiedad que el concepto expresa. Este atomismo tiene profundas implicancias en cómo los conceptos son individuados, cómo son adquiridos, y qué tipo de propiedades son aquéllas que expresan.
Donde todos los conceptos expresados por una palabra, como el de soltero, son simples y sólo los expresados por una frase, como el concepto hombre no casado, son complejos. soltero sería simple porque no tendría como constituyente al concepto no casado, ni al de hombre, ni a ningún otro concepto. Es decir, para tener el concepto soltero no se requiere saber que para estar soltero es necesario no estar casado. El atomismo conceptual sostiene que para tener un concepto no es necesario tener además otro determinado concepto.
Para comprender esta teoría debemos asumir que un concepto, junto a su contenido, tiene un modo de presentación, y aquellos con idéntico contenido tienen que ser sinónimos, o correferenciales. Los modos de presentación son objetos mentales, y corresponden a las características físico-sintácticas de los conceptos, ello permite la implementación computacional de los procesos mentales, y se distinguen funcionalmente: por ejemplo, los conceptos agua y h2o, que son correferenciales, se distinguen de acuerdo con los procesos mentales que los causan.
Entonces, adquirir un concepto es quedar anclado a la propiedad que el concepto expresa. Por ejemplo, adquirimos el concepto cuchara cuando las cucharas nos causan en la mente muestras de cuchara; y es una ley natural que las cucharas, a partir de la n-experiencia con estas, nos causan muestras del concepto cuchara.
Es a partir de experiencias con cucharas que quedamos anclados a la propiedad cuchara, y entonces adquirimos el concepto cuchara. Y no porque a partir de estas experiencias adquiramos algún tipo de conocimiento acerca de su propiedad. Por eso el atomismo conceptual es una teoría no-cognitivista.
Este argumento es generalizado a los demás conceptos, lo que puede resultar más intuitivo en aquellos referidos a sensaciones, como el caso de rojo o de dolor. Fodor afirma que el concepto rojo lo adquirimos debido a que, dada las características fenomenológicas familiares de ser rojo y la naturaleza de nuestras mentes, es una ley que las presencias de rojo nos causan muestras del concepto rojo. En consecuencia, para el atomismo conceptual que tanto el concepto cuchara como el concepto rojo sean atómicos no implica que además tengan que ser innatos. Lo único que tiene que ser innato es el mecanismo mental requerido para que las cucharas y las presencias de rojo nos causen, respectivamente, muestras del concepto cuchara y del concepto rojo.
Si ser una cuchara es simplemente ser la clase de cosa que causa muestras del concepto cuchara en nuestra mente, entonces la propiedad cuchara es una propiedad-apariencia, atómica y mente-dependiente. Ser rojo además es una propiedad de sensación, y ser una cuchara no, pero ambas serían propiedades-apariencia porque afectan a nuestras mentes por medio de sus signos superficiales.
Las clases naturales, como el agua, conformarían otro tipo de propiedades. Ellas no serían propiedades-apariencia ni mente-dependientes. Ahora bien, para poder relacionar este tipo de teorías con aquellas que nos remiten a la interacción social, es útil la distinción que hace Fodor entre clases naturales pre-teóricas y clases naturales en cuanto tales (o teóricas). Para tener conceptos de clases naturales en cuanto tales es necesario hacer ciencia. Con anterioridad al desarrollo de la ciencia moderna, las personas no tenían conceptos de clases naturales en cuanto tales, sino sólo de clases naturales pre-teóricas.
Si tener un concepto en nuestra mente es estar anclado a una propiedad, entonces, a diferencia nuestra, Homero estaba anclado a la propiedad agua por medio de las características fenomenológicas familiares del agua y, en cambio, hoy nosotros estamos anclados a la propiedad agua por medio de una teoría que especifica la esencia real del agua. Por tanto, aquí también tenemos una demostración de cómo la distinción, entre conceptos de clases naturales pre-teóricas y de clases naturales en cuanto tales, es una distinción acerca de cómo un concepto está anclado a una propiedad, y no acerca del tipo de propiedad al que el concepto está anclado.
Tal como esta última precisión de la teoría de Fodor nos acerca al inicial problema de que son los conceptos de Frei, Zaldívar, Marco Enríquez o Arrate, también nos permite dimensionar lo significativas que pueden resultar estas teorías para el desarrollo de otras ciencias, desde la sociología a la Inteligencia Artificial. Pero es evidente que para avanzar debemos poder distinguir el valor de cada nueva teoría.
En las últimas décadas, lo más frecuente es la utilización de criterios pragmáticos en la evaluación de teorías. Es el caso de las explicaciones neurobiológicas, donde nos hemos acostumbrado a escuchar o leer que tal o cual desorden neuroquímico está asociado a tal o cual patología psicológica; y es común ver cómo esa asociación se toma muchas veces como una relación causal estricta. Sin embargo, es muy frecuente que ello no sea así, y que esas deficiencias neuroquímicas no puedan dar cuenta en forma completa de las propiedades constitutivas de los estados mentales involucrados en esas patologías. Cuando enfrentamos estos problemas, no solamente respecto a explicaciones neurobiológicas sino también a explicaciones de lo mental expresadas en términos sociales, culturales o computacionales, asumimos que hay propiedades de esos fenómenos que esas explicaciones o teorías no capturan y por tanto no han de ser las mejores. Esto es lo que también ocurre con las teorías de conceptos, y lo que da mayor realce a la robusta propuesta que nos entrega Guido Vallejos para poder determinar cómo debe ser la mejor.