Cuando desperté ya era de noche, la ventana aún abierta dejaba entrar no
solo un viento frio sino que además el bullicio de la calle, se podía
sentir innumerables ladridos de perros unos cercanos y otros muy
lejanos, unos cánticos incomprensibles de los evangélicos que están
ubicados en algún espacio entre medio de las bocinas de los autos, de
los motores que rugen y de un ruido ensordecedor de voces, sobresalen
las campanas de una iglesia, la ambulancia que pasa uno que otro
estruendo como si fueran balazos. Mi mujer cierra la ventana y solo
queda el sonido que producen sus zapatos al bajar la escalera. Yo tomo
mi libro y leo en medio de un silencio que me acurruca al agradable
sonido al pasar de una página a otra.