lunes, junio 29, 2015

Los niños de ayer

Todos en el barrio sabían de la mala fama de Susana la madre del chicharro así que a nadie le  extraño cuando se fue de la casa y tampoco que no volviera las malas lenguas decían que se fue para el norte con un hombre mas joven que ella. .    
Era el gobierno de Eduardo Freí Montalva, un humanista que logró el triunfo de la presidencia con el apoyo de la derecha que dejaba atrás a su candidato impidiendo de esta manera un posible triunfo de Salvador Allende. En este gobierno se dio inicio a la Reforma Agraria y a la estatización del cobre y afínales de su gobierno debió enfrentar el Tacnazo, un fallido intento de golpe de estado.
 A eso de las seis de la tarde y como todos los días mi padre llegaba al pasaje, con su pequeño bolso de mano y su andar de pasos alargados, siempre sonriente y buscándonos con su mirada se aprestaba recibirnos  mis dos hermanos y yo estábamos atentos en la calle, él nos llenaba de besos y abrazos, fue en uno de esos días cuando vi que un niño nos observaba de forma extraña, ese era el  Chicharro; un chico unos meses menor que yo, lo apodaban así porque  era medio negro, de ojos saltones y muy hablador. Eran tiempos de bonanza para la clase media y en casa se podía comer bistec con ensalada de tomates todos los días, si así se quería, el alto precio del cobre hacía de Chile una nación prospera, la clase media disfrutaba de ese buen momento. Nosotros los niños teníamos tiempo para jugar y la calle era nuestro gran patio.
 En la población, los pasajes eran tierra y piedras, de esta forma, el polvo se colaba a las casas por puertas y ventanas, que en pleno verano estaban abiertas de par en par. Nosotros, jugábamos en estas empolvadas calles a numerosos juegos, casi todos de esfuerzo físico como: el pillarse, las escondidas, la pinta y otros pero, el preferido era jugar a las canicas, y de eso nos ocupábamos la mayor parte del día, las habían de cerámica, acero y de cristal, estas últimas, eran las más preciadas sobre todo las llamadas ojos de gatos. En una calurosa tarde, estábamos todos los del pasaje jugando: el machuca, los Marín, el Juanucho,  el lolo, el chicharro, el nano, el lucho cueca y otros que se borran en mi memoria; todos hicieron una rueda al escuchar el reto del paloma, que tenía la misma cantidad de canicas que las nuestras, dos tarros de leche nido llenos de canicas de ágata las más valiosas; nuestras canicas las habíamos juntado durante toda la semana y eso nos tenía más que contentos; ahora todas eran apostadas en este juego, que consistía en la cantidad de bolitas que caían en un pequeño agujero echo en la tierra, apostando a par o impar. Nosotros, nos jugamos por el  par; cuando mi padre con ambas manos juntas llenas de canicas se disponía tirarlas, un silencio abismante se produjo que sólo se vio interrumpido por los ladridos de los perros, y por la radio encendida en la casa de la Brenda la menor de cinco hermanos que llevaba la solidaridad en la sangre, recuerdo que cuando era muy pequeña, ella siempre elegía jugar de enfermera y así niña como era estaba en todas y en todos lados; el lucho cueca sudaba, y su sudor nos envolvía a todos, cuando las bolitas se deslizaron por el  suelo apreté fuertemente los ojos y cruce los dedos,  una bolita de las que mi padre tenía en sus manos cayó en ese ahora maldito agujero, borrando con ello ese que iba a ser nuestro día de buena suerte.
Se podía destacar la gran unión que existía entre vecinos que se juntaban para organizar las fiestas de navidad y año nuevo, en ambas fiestas el pasaje se cerraba y era adornado con guirnaldas, globos, serpentinas,  luces de colores y un gran escenario que era construido con  mesas del colegio y sus paredes de palos forrados en cartón. Los artistas eran por lo general los padres que subían al escenario solo para hacernos reír; para navidad una gran  mesa en el centro del pasaje llena de globos que se iban reventando con  la algarabía nuestra,  había queque preparado por las mamá. La señora Rosa y la señora Juana se esmeraban pelando papas para luego freírlas en un fuego a leña en una olla grande y negra, además habían bebidas y muchos dulces, todo era cooperación que la encargada del evento recogía casa por casa, el viejo pascuero era el vecino más guatón y allí encajaba perfectamente Don Manuel, ciento cuarenta kilos lo hacían merecedor de tan digno rol, los más pequeños pensaban que era el verdadero viejo pascuero y su entrada triunfal al pasaje daba cuenta del largo camino que venía haciendo, el calor del día hacía de las suyas en el viejo  que sudaba hasta mojar la barba y que provocaba el peligro de  cortar el elástico que la sujetaba, pero una vez en el escenario lo secaban y lo arreglaban antes de sentarlo en la silla en donde entregaba los regalos,   primero eran  fotos con los niños, en donde no faltaba el más pequeño que se asustaba, no paraba de llorar en los brazos del viejo pascuero y luego, a entregar los juguetes, los regalos eran pelotas de fútbol, muñecas para las niñas, una que otra bicicleta, ropa y el infaltable juguete de moda; nosotros disfrutábamos a concho esta fiesta, sobre todo cuando el chicharro se sentaba en las faldas del pascuero y comenzaba a tirarle los pelos y lo llamaba Don Manuel.
 Los más grandes se divertían bailando después de entregado los regalos, de esta manera la música se detenía a eso de las cinco de la mañana en donde la Brenda decía: ya! Se acabó el wueveo y todos pa, la casa. Al otro día reinaba un silencio sorprendente, interrumpido por la tarde por nosotros, que salíamos a mostrar los juguetes que el viejo pascuero nos había entregado, jugábamos y peleábamos hasta que el cansancio nos rendía e íbamos a dormir.
Para el año nuevo la cosa era diferente no había mesa en el centro del pasaje,  todos cenábamos en familia, para después de las doce era costumbre salir a dar los abrazos a todos los vecinos, íbamos casa por casa. Sin olvidar el giro de la virutilla encendida y los petardos que le daban la bienvenida al año que llegaba, a eso de las dos de la mañana más o menos la música asomaba por una de las ventana del algún vecino que ponía dos grandes parlantes  comenzaba la fiesta, aparecían las bancas y las sillas en las afueras de las casas,  las cumbias movían los pies hasta de los más viejos, el Lucho cueca se destaca por su gran altura y por lo medio tonto que era, pero ahí estaba haciéndonos reír a todos, el más cumbiero de nosotros era el Chicharro que bailaba derecho como un roble y a poto parao; mi madre desde la ventana abierta miraba el espectáculo y lo disfrutaba mientras mi padre se empinaba una copa de vino y en los entremeses de la música recitaba  "Oye negra...¿te puedo hablar? ya los chicos se han dormido, deja el tejido que después te equivocas. Hoy te quiero preguntar...", él era admirador de los poemas de Héctor Gagliardi y lo recitaba con estilo sacando aplausos y una que otra lagrimas entre sus auditores.
Los únicos vecinos que no participaban eran los de la primera casa de esquina, eran los creídos del pasaje aunque a don Rolando el dueño de casa se moría de ganas por echar una bailadita con la señora María, una vieja chica y coqueta.  A eso de las cuatro de la mañana Budy Richar, el pollo fuentes, los Galos y otros románticos se apoderaban de los corazones de todos los vecinos que entonaban sus canciones, luego  los borrachos se tomaban la calle era el momento para parar la música y dormir. El primero de enero el fútbol se tomaba las calles, jugábamos hasta que algún vecino nos increpaba por los innumerables pelotazos a su casa, sin  contar que más de alguna  ventana rota provocaba la estampida de todos los jugadores del campo de juego. Luego la entretención era el caballito bronce donde nos apoyábamos entre sí como haciendo mesas y los otros se subían a nuestras espaldas, se contaba hasta once si se aguantaba el peso se ganaba,  algunas veces termina en golpes que sencillamente al otro día pasaban a olvido.
El verano era de juegos todas noches y  por el día escapábamos en bicicleta hacia los cerros y nos bañábamos en un rio de aguas muy heladas.
En marzo la vuelta al colegio, los meses se sucedieron rápidos y el 3 de noviembre de 1970 con un poco más de un 36 por ciento asumía Don Salvador Allende Gossens como Presidente de la República, los comunistas nos iban a comer nos decían los más grandes.
Esa misma noche y mientras el padre de Chicharro escuchaba las noticias por la radio de  la asunción del nuevo presidente, este llegaba a la casa, su padre  preguntó: ¿son estas horas de llegar? ¿Hiciste las tareas?  Seguramente que no y casi de inmediato se percató que venía pasado a cigarro, fue entonces que le dejo caer una cachetada- no te dije que no fumaras!  Yo hago lo que quiero, respondió el Chicharro y su padre lo comenzó a golpear de puños y pies – respóndeme de nuevo mierda y te mato a golpes, nunca más me levantes la voz y nunca más llegues pasado a cigarro y ándate a tu cuarto chiquillo conchetumadre- vociferó el padre. El Chicharro atragantado con el llanto  se fue a su cuarto, lleno impotencia y rabia se quedó dormido tarde, por la mañana fue peor, su cuerpo estaba todo moreteado y adolorido, hizo la cimarra y se fue donde la Brenda para que le curara sus heridas, allí se quedó toda la mañana.
Con la llegada de Allende llegaron las marchas  que con el correr del tiempo se acrecentaron, en el colegio los alumnos comenzamos a tener por primera vez y notoriamente diferencias políticas; las marchas en las calles incrementaron la violencia.
 Nosotros seguíamos jugando en la calle, pero ya no era lo mismo, las diferencias políticas comenzaron a acrecentarse, mi padre se inscribió en el partido comunista pero siempre fue un militante pasivo.
El Chicharro seguía entregado al fútbol y jugaba en un club el Tocornal Grez, además  tenía otra entretención que era el pool, juego que se practicaba en un local en la esquina de su pasaje, seguía siendo el inquieto de siempre pero se puso más exaltado y casi siempre estaba enfrascado en alguna pelea de donde no siempre salía ganador.
La violencia en las calles de nuestro país se acrecentó; las largas filas para obtener todo tipo de alimentos y las divisiones entre los chilenos obligó a que en 1973 llegara el golpe de estado, mi padre muy asustado enterraba en el patio literatura comunista  y su carnet de militante del partido.
 La dictadura se tomaba Chile, las fuerza armadas estaban en la calle, la represión era brutal, aparecieron los campos de concentración y los muertos eran pan de cada día, nosotros crecíamos en medio de la violencia que la dictadura nos daba.
 En el año de 1977 durante la noche el Chicharro hacía de las suyas y nuevamente peleaba, pero esta vez eran dos hombres mayores que él. La pelea se realizó a una cuadra de su casa en donde se estaba construyendo la población San Lázaro, el terreno estaba lleno de profundos hoyos y en uno de  ellos terminó el Chicharro, lo encontraron al otro día unos trabajadores,  estaba con contusiones y un brazo quebrado a causa de la caída; fue a parar al hospital,  cuando salió, era parte de un odio que lo dominaba,  desde ese momento juro que nunca más nadie le pondría una mano encima, fue así como se hizo el matón de la población.
La Dictadura nos alejó de todo, se acabaron las navidades y los años nuevos con los vecinos, lentamente nos fuimos dividiendo, el miedo se hacía parte de nuestras vidas, en el pasaje nosotros por las noches salíamos a protestar contra los milicos, una vez agarraron al Chely un hermano menor de la Brenda al otro día llegó a la casa todo machucado y sin ninguna gana de seguir adelante en nuestras protestas; la injusticias eran muchas y ya no se podía confiar en nadie, habían soplones por todos lados.
Tres de los niños que nos juntábamos en la población cuando eran  jóvenes participaron de la CNI, organismos represor de la dictadura, el más salvaje fue al que le decíamos el cañaño, al pasar de los años lo dieron de baja y en democracia término trabajando de guardia de una zapatería.
Mi padre se quedó sin trabajo y, mi madre para mantener a la familia tuvo que dedicarse todo el tiempo a costurar, pasaos mese muy duros, hubo días en que nuestras comidas eran un pedazo de pan y una taza de té; mi padre no encontró otra opción que dejar el país, aprovechando sus contactos nos fuimos a la embajada de Australia, que necesitaba mano de obra donde mi padre caía perfectamente, los tramites se hicieron con lentitud, y de un día para otro estábamos tomando el avión rumbo a Australia.
 La vida no es fácil en el extranjero, el idioma y la nostalgia juegan encontra de una adaptación, nunca se deja de ser extranjero pierdes identidad, te llaman por tu nacionalidad, tal vez lo más doloroso es rehacer tu vida, aquí no tienes pasado, no hay amigos o parientes a quien llamar; debes aceptar que es como nacer de nuevo. Vivimos largos años en el país de los canguros; pero siempre Chile estaba en nuestros corazones. Volvimos cuando la democracia ya estaba instalada, éramos un país próspero económicamente, llegamos a vivir  a la misma población que nos vio crecer. Mi madre tenía unas ganas locas de ir a la feria , echaba de menos frutas y verduras con ese aroma característico de lo nuestro, el domingo, fuimos a la  que se coloca en la calle Arturo Prat y, para matar la nostalgia decidimos recorrerla entera, en las cuadras finales se atochaba la gente por diferentes vías, aquí puedes encontrar ropa usada y nueva, libros, juguetes, todo para el baño y para el hogar, lentes, repuestos de automóviles nuevos y usados, zapatos, remedios, muebles, venta de cd piratas, diarios y revistas, carnes y pescados frescos, etc. ,
También existen espacios para la venta de completos, choripanes, anticuchos, papas fritas, sándwich, jugos, helados, mariscos crudos y cocidos y lugares en donde usted puede disfrutar de almuerzos y demases.
No hay nada que envidiarles a los grandes centros comerciales, el sol arrecia fuerte y tiene un horario continuado hasta las cuatro de la tarde. Además puedes llevar un trozo de sandía, que ya comienza a aparecer como adelantando el verano. Todos los locales son atendidos por sus propios dueños  y en algunos la amabilidad sorprende a los caseritas. La caminata es larga; aquí se puede regatear precios y  llegar a casa con todo lo indispensable para su hogar, hasta con la última novedad. Nosotros, finalmente, almorzamos una entrada de alcachofa, arroz con bistec de pulpa y de postre un trozo de sandía todo comprado en la feria libre.
                                                          
                                               II
Era el 6 de octubre del 2001, un día asoleado, en las calles uno que otro vecino barriendo en las afueras de su casa. La casa del chicharro tenía la puerta de entrada abierta y se podía ver un sofá viejo, la televisión encendida y en la familia en pleno almorzaba en silencio cuando  sonó el teléfono, la mujer del chicharro atendió y con rostro compungido colgó. Se sentó y con voz temblorosa le comunicó al chicharro que el padre de este había fallecido. El chicharro siguió comiendo como si nada y pidió la ensalada a su hijo mayor. La mujer del chicharro alzó la voz: ¿no vas a decir nada? ¿Irás a verlo? El chicharro miró con los ojos hinchados de ira – no iré a ningún y no te metas y ahora come y cállate.
La familia siguió el rito en absoluto silencio y cuando la mujer recogía la mesa insistió- deberías ir increpó al chicharro fuertemente, fue entonces que el chicharro furioso tomó a la mujer por el cuello y se lo apretó con fuerza desmedida - te dije que no te metieras. El hijo mayor se abalanzó sobre su padre y este le dio un fuerte empujón mientras el cuerpo de su mujer caía al piso ya sin vida.
Todos sabían de la fuerza bruta del chicharro y todos le temían, la policía acordonó el pasaje y la prensa se agolpó en las calles. Del chicharro no había rastro, aún se sentía el llanto de los niños que ahora estaban en casa de una vecina. La televisión cubría la noticia en directo, la Brenda fue la primera que habló para el noticiario, le siguieron un sinnúmero de vecinos que sólo hablaban de la brutalidad del chicharro, hasta el Lucho cueca daba entrevista declarando que el chicharro no era la primera vez que mataba.
El funeral de la señora del chicharro fue multitudinario fueron todos los vecinos de la población, tres buses y una larga fila de automóviles fueron a despedir a la Señora Carmen Muñoz.
Los posteriores días se sucedieron lentos, los vecinos expectantes comentaban innumerables historias de los echos.
Al mes y, cuando la noticia ya comenzaba a ser parte de la mala memoria encontraron al chicharro en el norte del país, estaba escondido en casa de unos parientes.

Mario Gonzáles alias el chicharro fue condenado a 18 años de cárcel sin ningún derecho carcelario hasta cumplida más de la mitad de la condena, la única visita que recibía era la de su fiel amiga La Brenda.

sábado, junio 27, 2015

Visita

Un amigo me dijo que me visitaría el viernes, ya es sábado y todavía no llega.

Recambio

Recambio
Por Poli Délano, Escritor Chileno

Ya en la puerta del edificio, Genaro me tomó el rostro en sus don manos y beso mis labios con esa especie de dulzura que le bala en algunos momentos Acabábamos de servirnos una cerveza en La Candela (bueno, cerveza él, yo u jugo) para celebrar nuestro primer año de pololeo y luego caminamos unas cuadras de la mano por Miraflo­res, frente al parque. Un año entero, nada menos. Nunca duré tanto con los otros, pero Genaro me gusta porque es tremo y delicado y la verdad es que cada día me aferro más a él. Terminó cuarto de leyes y jura que apenas se titule nos casare­mos Siento inquietud cuando 10 insinúa y' por lo tanto permanezco sin decir "esta boca es mía", porque pienso que aún es un poco temprano para casorios, ¿qué apuro hay?
-¿Me quieres -preguntó.
-Por supuesto, tontito -le puse un dedo en la nariz.
-¿Nos vemos mañana?
-Siete y media en La Candela -dije.

Salgo a las siete de la juguetería y muchas tardes él y yo nos juntamos un rato en La Can­dela. Otras, bueno, mal estará que 10 confiese, en un hotelito de la calle Mosqueto.

Nos dimos otro beso y entré. A mi mamá le revienta la sangre que llegue tarde y prefiero no verme sometida a esos deprimentes interrogatorios que parecen copiados de alguna película, acurrucada ella en el sillón, escudriñando mi facha con sus pesadas ojeras, y yo de pie, mordiéndome las uñas como una colegiala castigada. Empecé a subir sin ruido, peldaño a peldaño, y antes de llegar a la semi oscuridad del segundo piso, como tantas otras veces, escuché crujir la puerta del 21, y supe entonces que el Seco, ese loco que siempre me anda manoseando, estaría esperándome agazapa­do. Le gusta acariciarme entre las piernas y lo hace con suavidad y brevemente mientras voy pasando frente a su departamento. Pero no me habla y, por lo tanto, nunca hemos cruzado pala­bra, aunque 10 he escuchado conversar con otras personas. A pesar de lo flaco, el tipo es más o menos bonito, mata con una sonrisa húmeda que muestra sus paletas separadas y mira sin miedo, seguro de la mirada. No sé por qué le dirán Seco. Habla casi siempre con voz muy honda y un acento de película mexicana que me divierte. Dicen que se vino a Chile desde Cuernavaca hace unos años, a la siga de una muchacha retomada, hija de un matrimonio que tuvo que irse al exilio cuando lo del golpe militar; y acabó al parecer echando raíces aquí, a las claras sin la niña, ya que vive solo. Lancé un suspiro y preferí no apu­rar el paso.

-Hola preciosa -me dijo esta vez, cuando pasé frente a su puerta, llevando su mano a las entre­piernas de mi falda-pantalón. Me tomó en una suave, cálida y ondulante caricia que siempre, desde niña, he sentido como muy rica. Lo miré igual que otras veces, sin decir nada. Tenía la barba un poco crecida y el cabello en desorden, como si recién saliera de la cama. Me sonrió con ternura y entonces le dije:
-Fresco.

Se sacudió entero. Nunca antes se lo había dicho.
-¿Fresco? -repitió mirándome como si le hu­biera puesto una cucaracha en su puré de papas-. ¿Fresco?-. Hablábamos en voz muy baja para no atraer la curiosidad de las dos viejas del piso-o Oye, cariñito, te vengo haciendo 10 mismo desde que tenías doce años -sonrió-, ¿te acuerdas cuan­do empezaron a crecerte?-. Acarició con gentile­za mis pechos-o ¿Y ahora me sales que soy un fresco?
-No he dicho que no sienta rico. Sólo que eres un fresco-o Me miró algo deslumbrado, como si le hubieran gustado mis palabras y me acercó más a él.
-Entremos.

Primera vez que hacía la invitación.
-Es un poco tarde -empecé, pero antes de aca­bar la frase, estábamos adentro y se escuchaba el débil trae de la puerta al cerrar, además de una música suave, como entre tango y jazz. Muchos cuadros en las paredes. El beso con que calló mi queja fue pegajoso y jadeante, detonó un estre­mecedor escalofrío que recorrió de ida y vuelta mi cuerpo como si le estuviera gritando una or­den de rendición absoluta, de aceptar sin pelea lo que venía, que me desabotonara la blusa y jugara con mis costillas, que lengüeteara cada uno de mis pezones hasta ponerlos duros, todo eso, que sus dedos largos indagaran ahora por los interio­res de la zona húmeda y secreta que siempre me buscaba, desde los doce, hace poco más de cinco, cuando yo llegaba a casa del colegio, todo, que estuviera frotando y apretándome lo suyo tan duro justo ahí, qué rico, todo todo, incluso que me tendiera sobre el sofá bajo la mirada sospe­chosa de su gato a rayas mientras me bajaba el calzón y yo le ayudo, todo, hasta el agitado [mal que llega casi al tiempo en que la noche comien­za, todo todo.
-Es tarde -digo-. Me tengo que ir.
-¿Vendrás mañana?

Pienso en Genaro y muevo negativamente la cabeza, pero una mínima palabra me traiciona la conciencia.
-Sí -respondo.

Le sonrío desde la puerta y antes de partir silenciosamente a casa, le pregunto su nombre. -Ernesto -dice.
-¿Y cómo es Cuernavaca?

Su mirada se pierde de seguro en los recuer­dos.
-Mañana te cuento -dice.


viernes, junio 26, 2015

La Señorita Cora

Julio Cortázar
(1914-1984)


La señorita Cora
(Todos los fuegos el fuego, 1966)

         No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando... Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca...
         La enfermera es bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me empezó a preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si empece a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero llevárselos... Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida; que sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy amable, que me dijo que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y que alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para verle bien la cara y ponerla en su sido nada más que mirándola de arriba a abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida, salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente, que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me había llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele aquí o mas allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al final se fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche.
         La enfermera de la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar yescondió la revista debajo de la almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di. “¿Te lo sabes poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me diera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme y que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle alguna de las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo así.
         Volvió a eso de las seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por que de golpe me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del piyama”, le dije sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó con una voz que se le quebró en un gallo. “Si, claro, el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”, le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán algún sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero me seguía fastidíando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
         Me quedé con los ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de esos, y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo: “La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: “Usted es tan joven que... Bueno, Cora es un nombre muy lindo.” No era eso, lo que yo había querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta se quedó un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo que estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”, me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar de la cama y echarla a empujones, o de... Ni siquiera comprendo cómo pude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera.” Se hizo la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle, tenía la garganta tan cerrada que no se cómo me habían salido las palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra manera.
         Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor respirando hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota realmente. “A ver, m'hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te digo que te eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si esta muy caliente”, le previne, pero no contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le recomendaba que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz o te la dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.


         Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy hablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos un lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí, m'hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Que fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y creés que soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí, m'hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.
         Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que el chico duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No, mirá que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no tenemos toda la noche para besamos, tonto. Andáte. Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Si, querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.
         Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, que bueno estar así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas... Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
         Si, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me dijo: “Cierre los ojos y duérmase.” Me gusta que me mire así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.
         Se quedó dormido un buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, verdad?” Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar, decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo con un algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada. Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.


         Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya está, déme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un buen rato ante de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una cara rara y me costo media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber nada conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales, cada uno esta en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, esta a punto de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial, y esa buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran los colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte. Marcial.


         Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler. “No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora.” Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.
         Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero todavía esta muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese, señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y el viejo mirándome la barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más, señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a ser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador, son cosas internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima. No me mirés así.
         Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin saber que esta allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía para animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije. “¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatro días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba un poco para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre, realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y algo debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted no sería así conmigo si me hubiera conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar una carcajada, pero era tan ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada ves lo hago mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que había querido darle la oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como a un chico, para que me dejara en paz, para que no se fuera.


         Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial... Vení, te voy a hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe...
         Por suerte después se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir más seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco días más aquí, qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto, todavía le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que tenían que completar la operación, cualquier cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir nada, como esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto.


         Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupando una cama, ché. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches. Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres se fueron en seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado. “Decime: Sí, Cora.” Me miraba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso. “Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama, me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que el cuarto quedara otra vez libre.

jueves, junio 25, 2015

La cajonera

De  los muebles que estaban en el living de casa, una cajonera artesanal de color café claro, con cinco cajones pequeños desteñidos  se quejaba de su inutilidad,no por nada estaba detrás de la puerta como para quien entrara no la viera; sus dueños la miraban con indiferencia y ella, empolvada y con sus cajones vacíos tenía la esperanza de por lo menos la cambiaran de ubicación. La tarde del domingo la dueña de casa la limpió cuidadosamente, luego la tomó y la puso junto a otras cosas a la entrada de casa, era día de venta de garage. La cajonera recordó con nostalgia cuando fue adquirida,
la alegría, el entusiasmo con que fue llevada a la casa, hasta hubo desencuentro por su ubicación; durante largos años fue la atracción de los invitados. Hoy el día se hacia largo pero, finalmente al anochecer un hombre viejo tomó la cajonera, la puso en la parte trasera de su carreta y se la llevó. la cajonera se sintió entusiasta y soñó con la utilidad que ahora prestaría, cuando llegaron a casa el hombre bajó la cajonera y la lanzó al fuego que ardía para hacer pan amasado.

Ciudad Seva

Ciudad Seva    Un Milagro   de  LLorenc Villalonga      Cuento corto

Ciudad Seva

Ciudad Seva

miércoles, junio 10, 2015

Acuérdate

Acuérdate[Cuento. Texto completo.]Juan Rulfo
Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el "rezonga ángel maldito" cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos "el Abuelo" por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahí te mando, Señor, otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos". Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: "Ya me las pagarán caro".
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.
FIN

La Olla

  La Olla. La familia Barrera estaba sentada a la mesa; era la hora de almuerzo y esta vez a diferencia de los días anteriores la sopa tenía...