EL DIA EN QUE MURIÓ EL GENERAL
Me contaron que el día en que murió
Pinochet, Armando Jaramillo tuvo que hacer un
esfuerzo para no soltar el llanto. Con el general
terminaba una época convulsa, pero gloriosa, a la
que tenía amarrados sus recuerdos.
El 11 de septiembre del 73 él era un simple soldado,
joven, sin experiencia, que de pronto se
veía envuelto en una gran revolución, portando
un arma. Fueron días aquellos llenos de adrenalina
y patriotismo -pensó- días que no volverán,
cuando un soldado podía hinchar el pecho de orgullo
al saberse salvador de su patria.
Los 17 años que siguieron él, como muchos otros,
veneró al general como al héroe refundador de
la república, e hizo del ejército su familia, su
iglesia.
De eso estaba orgulloso. No era que ignorara algunos
pequeños y supuestos excesos, pero si
éstos habían realmente existido los justificaba
con la consabida cantinela de que fue una guerra
y en una guerra pasan muchas cosas.El había tenido la suerte de servir en una unidad
especial encargada de neutralizar, léase hacer
desaparecer, a algunos elementos subversivos
que continuaban con sus ideas nefastas.
Cierto, al principio le costó apretar el gatillo y
ver como gracias a ese acto sencillo otro ser humano,
un semejante, desaparecía de la faz del
planeta. Pero con el tiempo se acostumbró mientras
aprendía a ser un buen soldado.
Después perdió la cuenta de cuántos había dado
de baja luchando por tener una patria libre, a
las órdenes de su general.
A veces recordaba la cara de uno que
otro de los prisioneros, rendidos a su suerte,
esperando el desenlace. Antes de dispararles
les había propinado una pateadura inolvidable
para ponerlos como ejemplo ante sus compañeros
detenidos. Su capitán lo había incluso felicitado
por su inmejorable espíritu castrense,
aunque las ejecuciones eran una orden y su deber,
cumplirlas.
Que tiempos aquellos, suspiró, en los que todavía
uno podía ser de esos héroes anónimos, de
los tantos que conformaban las filas de esa época. Por eso ahora no se podía consolar al escuchar
en la radio la muerte del general.
Ya no eran suficientes las infamias con que los
desagradecidos bastardos hacían que algunos de
sus oficiales enfrentaran los tribunales de justicia;
ni el epíteto de asesino que le colgaban a
quienes lo único que hicieron fue cumplir con su
deber.
Ni siquiera era el mismo ejército aguerrido, cohesionado,
comprometido con la lucha. Ahora,
además, el líder los abandonaba, los dejaba hu-
érfanos, solos.
Pero no podía llorar, no debía. Tenía que
ser consecuente. En aquellos tiempos –recordó-
si un detenido lloraba la pateadura seguía. No se
soportaban ni permi tían mariconadas. Llorar era
un signo de debilidad. Los militares no lloran.
Es verdad que su general partía y era evidente
que los sucios políticos intentaban por todos
los medios enlodar su memoria y su legado.
Si de él dependiera formaría filas de nuevo en
otro escuadrón e impondría la verdad y el orden
como antaño.
Pero ya estaba desmovilizado, jubilado, callado
como la institución se lo ordenara. Esa había sido su última orden: guardar silencio, e iba a
cumplirla costara lo que costare.
Sus recuerdos, todos, se los llevaría a la tumba,
leal hasta el último con su general y con la historia.
Un soldado anónimo entregado por completo
a su patria querida, eso era, así se veía a
sí mismo.
Armando Jaramillo a sus órdenes, mi general
-gritó de pronto- cuadrándose, para ahogar
su sollozo.
Cuando yo muera, mi general –continuó- lo seguiré
también en el otro mundo, allá donde de
seguro usted está siendo escoltado por arcángeles,
reconocido como el salvador de esta tierra
que tanto le debe.
Se estremeció un poco por la emoción y, acto
seguido, sin perder su compostura militar, puso
su antigua arma en la boca, la misma que había
usado tantas veces para defender su patria de
la amenaza extremista, y apretó el gatillo?
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