Mi juego favorito no era la pelota, me entretenía más el trompo. Mi madre me compro uno grande, de pino con un lienzo largo. Salía a la calle muy temprano a practicar enrollaba la cuerda muy apretada, enlazaba la punta en mi dedo y lo lanzaba. Las primeras tiradas el trompo rebotaba levantando polvo del suelo. Hasta que con el paso de los días lo logré y el trompo giraba mientras mis ojos de niño brillaban con cada giro. Aprendí a tomarlo con mi mano derecha y giraba en mi palma hasta que se doblaba por el cansancio.
Alejaba las piedrecillas del suelo haciendo un circulo, distribuía unas monedas y lanzaba el trompo, lo tomaba con mi mano derecha y mientras giraba golpeaba las monedas. La idea era desplazar las monedas lo más lejos posible. Ya no recuerdo exactamente como se jugaba con otros niños.
Había un niño que era más grande que todos mis amigos, a mí me superaba por muy poco, siempre estaba molestando y buscando mocha, lo apodamos el veneno.
Un día llegó al pasaje con un palo golpeando nuestros trompos como si estuviera bateando en un campo con clara intención de quebrarlos. Logré rescatar el mío y aunque en un principio lo puse en mi bolsillo, ante la rabia y la impotencia de los otros niños lo enrolle rápidamente y cuál David lo arrojé a la cabeza del veneno, con tal puntería que su frente comenzó a sangrar fuertemente y se quedó tambaleando mientras nosotros corrimos despavoridos, con una alegría plena de venganza asumida.
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